En medio del estallido social que estaba viviendo Chile, detonado por la presión que generó un modelo de sociedad desigual, donde pocas personas gozan de muchos beneficios y muchas personas no obtienen las oportunidades mínimas necesarias para desarrollarse íntegramente, llegó la Pandemia.
Lo peor de todo fue que la pandemia aumentó aún más estas diferencias, como si el destino nos estuviera jugando una broma de mal gusto. Las personas, familias y organizaciones que tenían más recursos, pudieron seguir conectadas al mundo, cultivando sus amistades, participando de las clases de manera virtual, y manteniendo sus trabajos en modalidad teletrabajo. Pero quienes tienen menos recursos, se vieron aislados, sin capacidad de conectarse, interrumpiendo sus estudios y perdiendo sus fuentes de trabajo o de ingreso.
Por su parte, la población Sorda infantil ha sido doblemente golpeado pues la falta de recursos para acceder a dispositivos tecnológicos y a mejores planes de internet les ha significado no solamente quedar atrás en sus aprendizajes sino también quedar totalmente aislados e incomunicados, teniendo que relacionarse con amistades y familiares que, en su mayoría, no dominan la Lengua de Señas Chilena. Este aislamiento, hasta donde hemos visto, se ha ido transformando frustración, rabia y desesperanza.
La niñez y adolescencia ha sido la mayor víctima de todo esto. En la primera infancia, niñas y niños han perdido la posibilidad de acceder a espacios de estimulación temprana, se han visto inmersos en dinámicas familiares con más presión, con menos redes, que se ha traducido en mayor vulnerabilidad a violencias y abusos. Las y los adolescentes, han perdido la oportunidad de terminar adecuadamente sus últimos años de estudios, fundamentales para la transición exitosa hacia la vida adulta.
El rezago escolar ha aumentado sobre todo en las familias de mayor vulnerabilidad. La capacidad del sistema escolar de retener a estudiantes ha disminuido, y hemos sido testigos de cómo miles de niñas y niños han dejado su trayectoria escolar para insertarse al mundo laboral para no volver nunca más a los estudios.
Al respecto, el Segundo Estudio Nacional de la sobre Discapacidad (Endisc II) realizado el año 2016 por el Servicio Nacional para la Discapacidad (Senadis) señala que la población en situación de discapacidad estudia una menor cantidad de años (8.6 años) en comparación a los que no están en dicha situación (11.6 años), lo que se acentúa según la severidad de la discapacidad.
Sumado a lo anterior, las personas que se encuentran en zonas rurales, y que además están en situación de discapacidad, tienen en promedio menos años de escolaridad en comparación a aquellos que residen en zonas urbanas. De esta forma, el promedio de años de estudio de una persona en situación de discapacidad leve a moderada en una zona urbana es de 10.1 años, mientras que en la zona rural alcanza los 6.9 años. Cuestión que destaca la importancia de la variable geográfica dentro los procesos de exclusión educativa ya que probablemente la accesibilidad al establecimiento puede ser una barrera por las condiciones propias de las zonas rurales.
Por otra parte, tenemos también que una menor proporción de personas en situación de discapacidad accede a la educación superior (completa e incompleta) en comparación al resto de la población.
Este triste escenario, seguramente, se repite en muchos de los hogares de los más de cinco mil niñas, niños y adolescentes sordos en edad escolar que viven en nuestro país y que estudian, en su mayoría, en establecimientos educacionales donde no cuentan con los recursos tecnológicos ni humanos suficientes para ofrecer una inclusión plena.
Es por esto que en el Instituto de la Sordera reaccionamos rápidamente, adaptando nuestros planes de estudio al mundo digital, implementando las clases de manera virtual, movilizándonos para que las y los estudiantes pudieran acceder a oportunidades de conectividad, apoyando a las familias para desarrollar estrategias. Sin embargo, nos hemos encontrado con una política pública de educación que no estaba preparada para esta pandemia, y que no ha podido impedir que aumente la brecha digital entre estudiantes de familias con más y con menos oportunidades.
Para el 2021 nuestro desafío será incorporar los cientos de aprendizajes que generamos el 2020. Pero también será empezar a trabajar en propuestas de política pública que nos permitan generar avances importantes para que las niñas, niños y adolescentes sordos sean respetados. Como dirían las personas futbolistas, nuestro desafío está en el área chica, pero también en la cancha entera.